Bethania Dávila tiene 17 años y pasa una media de 5 horas al día en el gimnasio. Tres horas por la mañana y dos por la tarde.

Sus amigas le dicen que »está loca» por no probar bocado cuando sale a comer con ellas, pero ella está obsesionada con bajar de peso. La ‘organización’ se lo ha dejado claro: tiene dos meses para bajar de 8 a 10 kg. Si no lo logra, no podrá cumplir su sueño. Ahora está en 50 kg, pero no es suficiente. “No me importa hacerme todas las cirugías plásticas que hagan falta ni adelgazar todo lo que me pidan si con eso logro ser Miss Venezuela“, cuenta a la cámara mientras su madre asiente orgullosa a su lado.

A Bethania no le sorprende que en el proceso le exijan operarse los senos, que le hayan llamado “gorda” o acusado de “tener unas piernas feas” mientras se erguía en bikini y tacones frente a otras jóvenes semidesnudas en una habitación. A Kiara Veras tampoco. A ella le exigen que se opere la nariz, las lolas (pechos) y se haga una liposucción. Mirla Guillén, para costearse las cuatro operaciones necesarias, ni se inmuta cuando busca patrocinadores y ‘la venden’ frente a un empresario prometiendo sutilmente una cena a solas con él, definiéndola como una “chama espectacular, que rumbea y lo más importante: es soltera, sin compromiso y sin perro que le ladre”.

Bethania, Kiara y Mirla son las tres venezolanas protagonistas de To be a Miss, el documental dirigido por Edward Ellis, disponible en Netflix España y que se emitió el pasado fin de semana en el Festival Moritz Feed Dog en Barcelona. Una ventana a cómo Venezuela ha convertido en un negocio más que lucrativo su ‘fábricas de las reinas de belleza’ (siete Miss Universo y más de una docena de Miss Mundo), unas misses “convertidas en barbies prefabricadas” que han calado hondo en su población con un culto al cuerpo exacerbado: es el país con la mayor tasa de cirugías estéticas del mundo, una quinta parte de los ingresos de las venezolanas se dedica a la cosmética y donde los maniquíes de las tiendas se han tenido que transformar con pechos XXL y traseros a los Kim Kardashian para que las compradoras se identifiquen con ellos. Un paraíso de la belleza con artificios que pone a sus misses en portada de los diarios, pero no analiza las preocupantes tasas de embarazo adolescente (el más alto de Latinoamérica) o informa sobre los feminicidios (se calcula que en 2011 murieron más de 500 mujeres por violencia doméstica y solo hay dos refugios para maltratadas en todo el país).

“¡Aquí se acaba Miss Venezuela y todo el mundo queda hecho polvo!”, apunta en el documental Versuska Ramírez (Miss Venezuela 1997 y Miss Universo 1998). Ella representa el sueño que persiguen Bethania, Kiara y Mirla: el de la niña pobre y sin recursos (trabajaba como limpiadora cuando la reclutaron) que consiguió la fama mundial al hacerse con la corona. Porque Miss Venezuela, para muchas, es la única vía de escape, aunque no se sepa a dónde y a qué. Bombardeadas por la televisión y la prensa con este ideal de fortuna, fama y prestigio, sus únicos referentes femeninos son la Misses. Como el de Irene Saéz, la Miss Mundo venezolana que utilizó su corona para ganar notoriedad y presentarse, años después, como candidata a la presidencia del país.

Todas estas aspiraciones de triunfo hacen parada obligatoria en ‘La Quinta’, cuartel general de Osmel Sousa, presidente de Miss Venezuela y “hacedor de Reinas”. El mismo que dijo “las que dicen que la belleza está en el interior son feas justificándose” y que ha hecho de la cirugía plástica su mejor aliado con ‘las niñas’ que ansían ser la próxima Reina de la Belleza (la infantilización de las aspirantes es patente en el metraje, en todos los castings se las llama así).

Sousa es un héroe entre la población. Muchos le veneran por haber obrado “la fantasía del pueblo” y otros le culpabilizan de ser el responsable de ese ideal femenino prefabricado. Algo con lo que disiente, en parte, la catedrática de la Universidad de los Andes, Nahirana Zambrano, que destaca que Sousa sólo es el rostro visible de una estructura empresarial estudiada al milímetro. “Detrás de él está el conglomerado empresarial del Grupo Cisneros, que es dueño de Venevision, el canal que transmite el concurso, y que también es dueño de la corporación Miss Venezuela”, aclara por correo electrónico.

Zambrano, que también participa en el documental, lamenta la deriva social de su país imponiendo canónes establecidos. “Las mujeres que se niegan a aceptar este ideal reciben mucha presión a nivel familiar, social, laboral, etc., ya sea porque no se maquillan o no se tiñen, o alisan el pelo o no se afinan la nariz. En otras palabras, porque traicionan o deshonran el ideal de feminidad a la venezolana“. Una concepción muy arraigada y con pocas voces disidentes. En 1972 la liga de mujeres socialistas boicoteó el concurso. Tuvieron que pasar tres décadas hasta que se se convocó otra protesta feminista contra el certamen.

Ese ideal que combina éxito y artificio físico sigue perpetuándose año tras año y sigue dejando a muchas aspirantes por el camino. Bethania, la joven que se machacaba cinco horas al día en el gimnasio, ya no vive en Venezuela. Cuando llegó al último paso antes de entrar al certamen, la venerada reunión en La Quinta con Osmel Sousa, él le dijo que estaba demasiado gorda.

Miss VenezuelaEl documental ‘To be a Miss’ está disponible en Netflix España.
Foto Cortesía: El País

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