Este domingo se realizó el funeral de Óscar Pérez, un líder rebelde asesinado por fuerzas del gobierno venezolano el pasado 15 de enero. Credit Meridith Kohut para The New York Times

El fin había llegado para Óscar Pérez.


Por su rostro corría sangre. Sus hombres intentaban dar pelea detrás de estufas y gabinetes mientras el gobierno venezolano rodeaba su escondite. Horas después, él y media decena de hombres yacían muertos en el piso.

Pérez, abatido el pasado 15 de enero por fuerzas gubernamentales, pasó sus últimos años como protagonista de narrativas espectaculares —algunas en la pantalla de cine; otras en la vida real— en las que siempre interpretaba al héroe.

Había sido el protagonista de una película de acción: un piloto que luchaba contra el crimen desde un paracaídas con un perro atado a su espalda. El último junio encabezó un ataque con helicóptero durante las protestas en Venezuela, disparó contra el Tribunal Supremo y desplegó un letrero en el cual llamaba a la población a rebelarse.

Aunque sus acciones habían cautivado y causado el enojo de muchos venezolanos, su público había disminuido hacia sus últimos días.

Pérez pasó muchos días y tardes de este enero agachado sobre la pantalla de un celular, a través del cual enviaba mensajes encriptados a The New York Times; la identidad de ambas partes era confirmada ante el otro mediante un video breve que se enviaba en cada intercambio de mensajes.

Los mensajes de texto enviados en diciembre y enero, además de grabaciones y entrevistas realizadas durante el mismo periodo, representan algunas de las últimas palabras del hombre que llegó a ser el más buscado en Venezuela: un agente de policía renegado que había cautivado la atención de una nación y un luchador fugitivo que a veces parecía estar muy consciente de que sus días podrían estar contados.

“Lucho por la libertad del país, la oportunidad de un mejor mañana”, dijo un mediodía a principios de enero a través una aplicación de mensajería. “El temor de [perder] la vida es lo menos que tengo ahora. No es el temor de la vida, sino el temor de fracasar, de fallar a la gente”.

Después de su muerte, el cadáver de Pérez, con dos impactos de bala y la mandíbula fracturada, permaneció en un congelador de una morgue en Caracas y era vigilado por un guardia armado. Este domingo su cuerpo fue enterrado desnudo, excepto por una sábana blanca en la que estaba envuelto. Cerca del lugar del funeral, un hombre voló una cometa de papel que tenía escrita la palabra “Libertad”.

Pérez fue un actor, un detective de la policía y un insurgente. Para el gobierno era un terrorista. Para sus seguidores había sido un luchador por la libertad, un héroe popular moderno de la talla de Robin Hood o el Che Guevara. Algunos escépticos decían que su historia posiblemente no era cierta; que pudo haber sido una especie de doble agente para hacer quedar mal a la oposición.

Sin importar cómo fuera visto por la gente, sus acciones resonaron en todo el país. Venezuela vive una crisis económica que ha dejado a los hospitales sin medicina y ha causado que los bebés mueran de malnutrición. Un presidente impopular ha frenado las protestas con mano de hierro: más de 100 personas murieran en las calles de Caracas el año pasado en enfrentamientos entre policías y manifestantes. Pocos parecen seguir esperanzados respecto al estado democrático en Venezuela.

Después de su vuelo en el helicóptero sobre Caracas en junio, Pérez se convirtió en un símbolo de los crecientes agravios del país: un policía temerario que se había rebelado en contra del gobierno y había pedido a otros que hicieran lo mismo.

Sin embargo, Pérez dijo que si algo lo persiguió hasta el final es que esa rebelión nunca ocurrió.

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