Mírela bien: se llama Elizabeth Loaiza, tiene 23 años. Se mandó poner implantes en los senos cuando nació Ana Sofía, su hija, que hoy tiene tres años.

“Lo hice porque se me acabaron las teticas (lo confiesa riéndose)”. ¿Usted le pediría que se quite la silicona? “No tengo nada en contra de los senos pequeños, pero entre gustos no hay disgustos”, dice la misma Elizabeth.

Si les preguntan a los hombres si prefieren la belleza natural van a decir que sí, aunque todos sus amores platónicos se tiñan el pelo, utilicen toneladas de maquillaje, se mantengan lozanas a punta de bótox -o alguna otra poción mágica-, hayan recibido algún retoque en el quirófano o exijan a los fotógrafos que les eliminen cualquier arruga del cuerpo en Photoshop.

Tampoco falta el que dice que los implantes de silicona se sienten desagradables al tacto, demostrando que jamás ha tocado unas tetas -operadas o naturales-: la textura de la piel es la misma y, si algo cambia algo frente a unos senos naturales, es que los postizos son más firmes y menos caídos. Y eso último no es precisamente desagradable.

Las cirugías plásticas son una tradición cultural. Durante milenios, tribus de todo el mundo se han realizado deformaciones en las orejas, en la nariz o en los labios para cambiar su apariencia -no por motivos de salud- y para verse como, según su tradición, se deben ver las personas. Durante el último siglo se han desarrollado técnicas médicas para que cada cual haga lo que quiera con su cuerpo. Pero en estos tiempos de pluralismo, parece que querer verse diferente de como uno nació, significa convertirse en un objeto sexual o en una especie de maniquí desalmado.

“Las cirugías son una ayuda para las personas que las consideren necesarias”, dice Elizabeth, una de las mujeres más hermosas del país -¿o lo dudan?-, cierra aclarando que se volvería a operar. Las feministas pueden hacer todas las marchas que quieran para exigir que los hombres dejen de fijarse en el empaque de las mujeres y para que la publicidad no muestre viejas voluptuosas para vender productos pero, al igual que con cualquier otra marcha, nada va a cambiar. La belleza sobrenatural, por encima del promedio, siempre va a llamar más la atención del público.

Todos -hombres y mujeres por igual, para orgullo de las feministas- negarán que quieren hacerse un tratamiento estético cuando se los pregunten pero, si tienen la oportunidad, todos se harán uno: ”es que tengo bolsas bajo los ojos”, “es que mi nariz está torcida”, “es que no me gusta mi barriga”, “es que podría tener más (o menos) tetas”, “es que lo hago por salud” o cualquier otra excusa: “algo sencillo, tampoco quiero parecer Yayita”. ¿Y quién dijo que mejorar la apariencia implica parecerse a la novia de Condorito? O mejor aún: ¿quién puede negar que no soñó con tener a Yayita en la cama?

En cambio, la mayoría de quienes se han hecho alguna cirugía siempre lo negará, como si se tratara de una vergüenza similar a la de haber sido fanática de RBD en la adolescencia. La gente tiene derecho a verse como quiera. Como dice Elizabeth: “No hay nada malo en ser una mujer bonita. Creo que, más que mi belleza física, debo demostrar quién soy, qué tengo en mi cabeza y en mi corazón.

Para eso aprendo todos los días lo que puedo [para los que no saben, está estudiando Economía y Derecho y asiste a talleres de actuación]. La belleza te abre muchas puertas, por eso debes prepararte para saber en cuáles entrar y en cuáles no”.

Consciente de que vivimos “en esta época en la que se ve tanto libertinaje”, Elizabeth Loaiza quiere ser un modelo para su hija “y darle el mejor ejemplo del mundo, inculcarle principios y valores para el día en que -Dios no lo quiera- yo le falte y ella tenga que enfrentarse al mundo”. Y saldrán los moralistas a decir que operarse es un pésimo ejemplo para una niña, a acusarla de superficial o artificial. ¿Pero qué mayor libertad existe que la de poder verse como quiera cada cual? Es más, juzgarla por ser modelo es aún más superficial que hacerse un lifting facial o teñirse las canas.

Lo mejor de la plástica nacional no es Fernando Botero ni Doris Salcedo -ni siquiera el performance de Efraím Medina operándose para parecer un pug-. Lo mejor es ese ejército de modelos colombianas que triunfan dentro y fuera del país y, a diferencia de las cantantes que no se saben ni el himno nacional, dejan en alto el nombre de la nación.

Todo en Colombia es exuberante y engallado: los paisajes sinuosos, la gastronomía atiborrada -¿o van a decir que la bandeja paisa o el sancocho son platos sencillos?-, el cinismo de los políticos, las chivas coloridas con su música ensordecedora y, por supuesto, las mujeres voluptuosas. Aquí, si una vieja es flaca, le preguntan si tiene problemas de salud, y si le faltan curvas le hacen bromas como que heredó el pecho del papá o que tiene más cola un pantalón colgado. Entonces, las cirugías plásticas son parte de nuestro patrimonio, de lo que nos identifica como colombianos.

Operarse es como remodelar la casa, más aún para quienes viven de su imagen. “A mí me encanta este trabajo (mi mamá siempre se ríe cuando lo llamo así porque piensa que es fácil hacerlo), pero prefiero cultivar mi alma y mi mente: al fin y al cabo, lo único que queda es el estudio, la cultura, todo lo que uno aprende. Eso es lo que le pertenece a uno y que nadie le puede quitar.

Lo demás es vano y efímero”, dice Elizabeth con algo de nostalgia pero sin sonrojarse por todas las miradas que le caen encima. El pudor y la vergüenza no pueden existir con un cuerpo como el suyo.

Es que no existe un hombre que se resista a los encantos de una figura descomunal. Eso no significa que las tetas pequeñas sean menospreciadas o que todas tengan que ser voluptuosas: es como si a alguien lo pusieran a escoger entre una mansión en Los Ángeles o un apartamento de 400 metros cuadrados en Manhattan.

Fuente: http://www.enelbrasero.com/2012/05/11/elizabeth-loaiza-en-la-revista-don-juan-mayo-2012-fotos/#ixzz1ur10Cq00